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Yehudá Elkana, en el artículo citado, afirma: «Creo que si la Shoah no estuviera tan profundamente anclada en la conciencia nacional, el conflicto entre judíos y palestinos no provocaría tantos actos “anormales” y el  proceso político seguramente no estaría en un callejón sin salida».

Es imposible no estar de acuerdo con esa aseveración, pero llevándola a las últimas consecuencias: la desaparición de estos mitos que hemos llamado de legitimación supondría el fin de la excepcionalidad del Estado sionista –uno de los escasísimos Estados coloniales que quedan en el mundo– y abriría las puertas a la única solución –aunque extremadamente difícil– al drama de la región: un Estado binacional, al estilo del logrado en Sudáfrica que, lógicamente, pasaría por la eliminación de los infames bantustanes palestinos.

Ahora se cumple el sexagésimo aniversario de la constitución del Estado de Israel, a través de un acuerdo abrumadoramente mayoritario de la ONU. Lo que se oculta es que la resolución 181 creaba dos Estados independientes, vinculados por una unión económica y en los que quedaban expresamente prohibidas las confiscaciones de tierras.

Ciertamente, los árabes rechazaron una resolución injusta que daba a los judíos un territorio proporcionalmente muy superior a su población y en el que más de la mitad de la población era palestina; pero también lo es que los judíos tenían desde antes la voluntad de no respetar la resolución.

Como dijo Ben Gurion, «estamos dispuestos a aceptar la creación de un Estado judío en una parte significativa de Palestina,  al tiempo que afirmamos nuestro derecho sobre toda Palestina».

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