2.jpg

La “pureza de las armas” implica para los israelíes el “uso mínimo de la fuerza”, poner el “énfasis neoortodoxo, laico y reformista en los valores éticos y morales que derivan de la tradición profética”. Los hombres y mujeres de las Fuerzas de Defensa de Israel “mantendrán la humanidad” incluso en el combate y no usarán sus armas contra los no combatientes y prisioneros de guerra.

El balance de la “pureza de las armas”, al margen de lo creativo del nombre, que se inserta en una tradición judía (“justos absolutos y únicas víctimas”), no puede ser más decepcionante, y eso desde el principio: las matanzas de 1948 (no sólo la famosa de Deir Yasin, única reconocida por Israel) fueron abundantes: Safsaf, Gish, Sasa Saliha Deir al-Asad, Kabri…, así hasta 16 como mínimo (Masalha, 2008; Sylvain Cypel, Entre muros, 2006).

Ello llevó al historiador israelí Uri Milstein a decir: «En todas las guerras de Israel se han cometido matanzas, pero no albergo ninguna duda de que la guerra de Independencia fue la más sucia de todas». La consecuencia de esta guerra fue la práctica desaparición de la huella palestina, vieja de 1.200 años, en Israel.

Es difícil saber si la situación fue peor después de 1967 y, sobre todo, después de la primera Intifada (1987-91): lo cierto es que la prensa ha dado cuenta de infinitas irregularidades: muerte masiva de no combatientes, incluidos niños, saqueos, detenciones ilegales, humillaciones…, cuya frecuencia y gravedad van mucho más allá de “abusos esporádicos” y sugieren una táctica implícita.

Si bien la superioridad moral puede servir de coartada de todos los excesos (Israel se concibe como una isla de humanismo, democracia y bienestar en un océano de tiranía y barbarie), lo cierto es que la sistemática violación de los derechos más elementales de la población palestina a partir de 1967 significa el fin de una época, el fin de la inocencia.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el permalink.