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La confluencia de la creencia en la condición de los judíos de pueblo elegido (que aún hoy acepta el 68% de la población israelí) y una aguda y poco matizada conciencia de haber sido perseguidos sistemáticamente, dio a los pioneros del nuevo Estado la convicción de una superioridad moral (ellos eran los justos de la Tierra, los no contaminados por el afán de dominio) que se trasladaría al mismo; como dice el progresista crítico Avraham Burg, ex presidente de la Agencia judía y del Knesset, el Parlamento israelí: «Nuestra vocación era convertirnos en un modelo, la “luz de las naciones»; aunque añade: «Y hemos fracasado» (artículo “La revolución sionista ha muerto”, 2002).

Es esa conciencia de superioridad moral lo que ha producido en el establishment israelí una actitud arrogante que se manifiesta en las sistemáticas acusaciones de antisemitismo dirigidas a todos los críticos con su política.

Y también lo que lleva a los israelíes, incluso a los más progresistas, a no poner en cuestión los criterios de legitimación de su Estado; de ese modo, el citado Burg afirma: «La realidad, al cabo de 2.000 años de lucha por la supervivencia, es un Estado que establece colonias…» Los comportamientos depredadores, para él, no comenzaron en 1948, sino en 1967.

En el mismo sentido, el diario progresista Haaretz declaraba en 1967: «Nuestro derecho a defendernos del exterminio no nos da el derecho a oprimir a los demás… La confiscación de los territorios ocupados nos convertirá en asesinos».

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