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Al empeño de corroborar la historicidad de la Biblia se dedicaron esfuerzos intelectuales considerables a partir del siglo XIX, cuando empezó a desarrollarse la que se ha llamado “arqueología bíblica”, un esfuerzo que continuó con entusiasmo el Gobierno israelí, con renovado interés a partir de la guerra de 1967 y la anexión de “Judea y Samaria”, en la terminología bíblica para referirse a Cisjordania.

Los resultados fueron decepcionantes: los restos de la civilización israelí resultaron ser muy escasos y además poco significativos: ningún resto de los momentos más gloriosos de la historia bíblica, como los reinados de David y Salomón, nada que fuera más allá de lo propio de una civilización material poco desarrollada.

De modo que, a pesar de los esfuerzos, las excavaciones y los hallazgos, han llegado a esta conclusión, en términos de los arqueólogos israelíes Finkelstein y Silberman (citados en la obra de Nur Masalha La Biblia y el sionismo, Bellaterra, Barcelona, 2008): «En efecto, desde finales de los años sesenta los descubrimientos arqueológicos han revolucionado el estudio del antiguo Israel y han sembrado serias dudas sobre la base histórica de relatos bíblicos tan conocidos como las andanzas de los patriarcas, el éxodo de Egipto, la conquista de Canaán y el glorioso imperio de David y Salomón».

Y Zeev Herzog, de la universidad de Tel Aviv y director del Instituto de Arqueología resume: «Esto es lo que los arqueólogos han hallado: que los israelitas no estuvieron nunca en Egipto, no atravesaron el desierto, no conquistaron la tierra en una campaña militar y no la transmitieron a las doce tribus de Israel.

Quizá resulta más difícil   aceptar que la monarquía unida de David y Salomón… fue como mucho un reino tribal. Y para muchos será un shock desagradable saber que el Dios de Israel tenía una consorte femenina y que… se adoptó el monoteísmo no en el monte Sinaí, sino en el ocaso de la monarquía…»

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